En un planeta lejano, del cual
desconocemos, existió vida similar a la nuestra: océanos azules llenos de
misteriosos seres y abundante alimento, llanuras extensas cubiertas con un
verde pasto similar a una alfombra persa, desiertos áridos en donde sólo los
seres vivos adaptados sobreviven. Montañas cubiertas de nieves y de grandes
relatos sobre seres protectores, guardianes de las llaves del mundo. El
ecosistema poseía un perfecto equilibrio entre flora y fauna, herbívoros y
depredadores.
Hasta el día que surgió una especie:
bípeda, intelectual, curiosa capaz de crear herramientas para su diario vivir,
medicinas para sus enfermedades y libros para conservar su historia; pero a su
vez violenta, destructora, ambiciosa y egoísta. Me permito concluir que son muy
similares a nosotros, a los seres humanos.
Cuando aún eran pocos, y su
tecnología aún muy primitiva, la naturaleza misma tenía la capacidad para
mantenerlos a raya, para mantenerlos dentro del equilibrio del ecosistema:
depredadores, enfermedades, inclemencias naturales. Pero la naturaleza estaba
en desventaja: tenía reglas, reglas que no podía violar. En cambio, esta raza
inteligente que se autodenominaban proclamadores, tenían a su favor dos cosas: reproducción
y tiempo.
A diferencia de nosotros, ellos
nunca lucharon entre sí, siempre lucharon contra la naturaleza en pos de una
vida mejor; y miles de años, sirvieron para que su tecnología evolucionara y la
naturaleza perdiera la batalla: el frágil equilibrio fue destruido, razas
enteras de animales se extinguieron, extensas selvas y bosques fueron
convertidos en inmensas megalópolis, los desiertos se llenaron de fabricas, y
los océanos se convirtieron en estériles charcos de contaminación, producto de
la evolución de los proclamadores.
Pronto se dieron cuenta que su
propia existencia estaba amenazada, pero ya era demasiado tarde. Tardaron
demasiado en darse cuenta que la naturaleza sólo quería la perpetuidad de todas
las especies, tardaron demasiado en darse cuenta que su afán por vivir fue
quien lentamente los condenó. Su extinción era inminente: dentro de pronto, los
recursos se agotarían; comer y respirar serán privilegios que pronto perderán.
Atrapados en su mundo, sin tecnología para colonizar planetas exteriores, sólo
quedaba una alternativa: ayudar a la naturaleza a hacer lo que no pudo: la
exterminación de la raza de los proclamadores.
Un plan brillante, pero siniestro;
deshumano, en nuestro lenguaje, pero esperanzador; un plan posible, pero lleno
de variables incontrolables. La resolución final: Crear un virus capaz de
destruir a todo proclamador existente en cuestión de días pero inerte ante
plantas y animales que aún existían. Pero su instinto de conservación como raza
no permitiría su aniquilación absoluta: permitieron que 1024 proclamadores con
cambios genéticos sobrevivieran. 1024 vidas encargadas a la restauración de la
naturaleza tal y como era hace miles de años atrás; encargados de que no
ocurriera jamás otro genocidio, encargados de que los proclamadores, junto con
su historia, tecnología, y hegemonía, prevalezcan.
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