viernes, 28 de octubre de 2022

Escribo para no olvidar el día de hoy.

2 am, me despierta una llamada de mi niña humosa. Una llamada a esta hora no son buenas noticias. En efecto, no lo son. Pero no son malas noticias para mí. El santuario de mi casa ha sido profanado.

Estoy a mitad de un trabajo fuera de casa. Estando en la habitación del hotel. Intento respirar, calmar mis nervios, asimilar el hecho e intentar descansar, pues el viaje de regreso no será sencillo. Eso sin contar todas la disculpas que debo pedir por esa ausencia forzosa.

Finalmente amanece, pero ha llovido durante toda la noche y aún lo hizo durante la mañana. Tomo el desayuno y me lanzo al terminal de pasajeros para averiguar. Regreso al hotel por mi equipaje y espero a que se llene el transporte de cinco pasajeros más el chófer. Intento meditar, mejor dicho no pensar en nada mientras lo anterior ocurre. Dos horas después finalmente iniciamos la travesía.

La velocidad que veo en el tablero no me gusta. Apenas ronda entre los 60 y 80. Por lo general, cuando está entre 100 y 120 llegaría a mi casa en 6 horas, pero por regla de tres, el tiempo de viaje se extendería al menos unas 9 horas.

No nos han perdonado en ninguna alcabala. Cada una nos consume cinco minutos. A tres horas de viaje el vehículo sufre una falla mecánica. Le doy gracias a Dios, que fue una reparación de 20 minutos, con el apoyo de otro transporte, que nos brindó su ayuda de manera incondicional.

Seguimos en viaje. Hay una sección de carretera caída, nos advierten los que vienen en sentido contrario. Finalmente encontramos esa sección a la hora siguiente. Una vez más, logramos pasar sin mayor demora.

Aún falta la mitad del trayecto y ya van justo cuatro horas de viaje. Para no perder la costumbre, otra alcabala nos detiene. Este demorará más. Le están revisando el equipaje a dos pasajeros y supongo que luego nos revisará a los demás.

Solo fueron a los dos pasajeros. De nuevo, cinco minutos más. Espero poder concluir esta entrada, al llegar a mi casa, con una broma de mal gusto, que todo esté bien, que nada haya pasado y que la casa siga intacta como la había dejado. Aún a mis casi cuarenta, sigo pecando de iluso.

Media hora de carretera andado. El chófer ha v tenido que bajar la velocidad a 40. El trayecto está tan irregular que me sentía como si estuviera sentado sobre una lavadora en plena centrifugada. Mientras tanto, el sentimiento de impotencia y angustia siguen haciendo mella en mi cabeza.

Estoy recordando la vez que se metieron en casa de mamá. Ese día, no se perdió tanto. El conteo de daños solo arrojó la laptop de mi esposa, un monitor de PC y su sistema de sonido y el motor de una licuadora. Sentir que el santuario que representa la casa sea profanada, es una sensación desagradable. No creí tener que revivirlo.


Ya ha pasado dos horas más. Logramos cargar combustible y seguir en el camino. El auto se parece cada vez más a una máquina de coser, entre el ruido y la vibración anómala por culpa de las condiciones de la calle y también de la condición del medio de transporte.

Estamos como a hora y media de que oscurezca y la vía se torne exponencialmente peligrosa. Ruego a Dios poder salir de ese tramo antes de que oscurezca. También espero poder conseguir la casa intacta.

Después de todo. Cambiamos de un vehículo a un bus. Llego al temrinal, pago un taxi por 10$, una exageración que no me importó. Finalmente en casa, todo parece estar en orden. Antes de entrar, converso con una vecina que me cuenta todo lo ocurrido: es la casa de al lado y ocurrió ya hace días, pero que nadie se enteró. No sé cómo se pudo confundir una casa, una familia con otra. Pero como sea, respiro aliviado de que todo fue una señal de advertencia.

Finalmente entro a mi casa, viendo todo intacto en su sitio, salvo los desastres ocasionados por los gatos de la casa. ahora toca ver qué voy a hacer, pues está claro que no puedo no dejar la casa sola por el trabajo, pero algo hay que hacer para evitar dichas incursiones.

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