Unas nubes grises en el cielo anunciaron el inevitable diluvio, que invadiría la ciudad entera. Salgo de la oficina más temprano que de lo normal, no vaya a ser que la lluvia me encarcele, o en el peor de los casos me moje (si tenía intenciones de ser poético, aquí eché por tierra toda gracia literaria). Tras cruzar el portón, las primeras gotas activan mi instinto animal: salir corriendo a velocidad demonio (para simplificar la frase: "como alma que lleva el diablo"). El autobus, marca vencida, modelo BlueBird, año 60, aparece cual refugio con comida, mi pasaje para no seguirme empapando, se cumplió.
Estando dentro del bus, inspecciono cuidadosamente, como siempre, signos anómalos que representen un potencial peligro de atraco. No lo hay. Empiezo a disfrutar del paisaje acortinado por el agua que desciende imparable, concentrándose hasta formar ríos en las calles y lagunas en los baches. Pasajeros desesperados, como cuando lo estaba yo, abordaban el autobús dando las gracias a Dios. Me inspiro en escribir estas líneas a mano, grafito y papel, ya que mi potecito aún no cumple la cuota para ser robado y prefiero no arriesgarme.
La lluvia ha mermado. Con suerte, llegaré a la parada con el cielo despejado. Luego vendrá el problema del transbordo, pero como se puede recorrer lo que falte de camino a pie, y aún está lejos la travesía, prefiero n pensar en ello y seguir disfrutando de alzar la mirada, contemplar la belleza, el aroma, la frescura del momento, con el cual escribo estas lineas.
Al momento de publicar esto, pasaron cinco días. Aún recuerdo la sensación de cuando escribí estas líneas, al vaiven del autobús. Ojalá el clima fuera así todos los días, aunque pedir eso, para una ciudad que no está ni física ni mentalmente para eso, sería asesinarla.